La miraba desde su aséptica cama, cubierta únicamente por aquella bata que poco cubría su vientre ahora vacío.
Se aterrorizaba cuando tosía, cuando parecía no respirar. Pero también lloraba de emoción cuando su bolita abría los ojos.
La primera vez que la cogió en brazos, aún manchada de restos de sangre, placenta y sal, le susurró al oído: “ahora has llegado tú; serás mi amiga, mi hermana, mi hija... Serás todo por lo que voy a luchar... Mi pequeña Alegría”. Y Alegría la llamó.
Alegría fue la culminación de toda una larga vida de pesares. Su madre, Dolores, nació, se crió, se educó y vivió, hasta su llegada, en la más absoluta soledad.
Fue ella una niña consentida: rodeada de mimitos y juguetes nuevos. Sin embargo, nadie jugaba con ella. Con nadie podía compartir aquellos tesoros.
En plena adolescencia, -y efervescencia-, no encontró a nadie para compartir secretos. Nadie para intercambiar confidencias.
De igual forma, nunca tuvo novios. Pensaba que no había ningún chico capaz de enamorarla. Ella era inteligente, y los muchachos que conocía eran superfluos, ignorantes... Unos verdaderos animales.
Tuvo la suerte de asistir a la Universidad. Ella, agradeció la oportunidad que sus padres le brindaron regalándoles buenas notas. Su vida juvenil universitaria se centró en un estudio continuo y un aislamiento casi total del resto del universo.
Tras los cinco años de rigor, se matriculó Cum Laude, pero no fue así en la vida. Se dio cuenta de ella en el momento de la graduación: todos los graduados tenían a su disposición diez sillas para familiares y amigos. Ella sólo ocupó dos: sus ancianos padres.
Pronto encontró un empleo de ensueño, sin embargo, la alegría brillaba por su ausencia. Sólo vivía para el trabajo: madrugones, bocadillos y horas extras.
Un miércoles salió a las siete de la tarde. Aún lucía el sol, hacía buen tiempo, y decidió volver a casa paseando.
En la esquina de su calle, un joven la asaltó.
Cobardemente, a punta de navaja y no sin muchos forcejeos, Dolores conoció el cuerpo de un hombre de la manera más desgarradora posible.
Cuando despertó, en la cama de un hospital, dijo la palabra “NO”.
Ella no se imaginaba que, al no querer abortar de aquel energúmeno, iba a poner empezar a amar la vida que le insufló Alegría.
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