La polilla no tiene la belleza de la mariposa.
Sin embargo, la vida le ha hecho más fuerte.

Nunca pares de soñar



Llevo unos días que, ante la proximidad de los temidos treinta, estoy baja de ánimos. Además, me ha pasado como a un niño cuando le das a probar una piruleta y luego se la retiras: que se queda con la nostalgia de querer más. Me da la impresión de que, pese a haber vivido intensamente estos treinta años, podía haber aprendido más, amado más, escrito más, viajado más... Sin embargo, como la mujer positiva que soy, me quedo con todo lo bueno que la Vida me ha podido ofrecer y me prometo a mí misma seguir exprimiéndola hasta disfrutarla en todas sus facetas y momentos. Ayer me decía una amiga que, a partir de los treinta, comienza una etapa emocionantísima, llena de retos. No los temo. Porque tengo todo lo necesario para que mi planta prospere y las raíces ya están empezando a asentar.


Una flor en un campo de ruinas




Yo era una tarde de invierno,
nostalgia y ceniza en la cama,
los restos de un incendio provocado,
las ruinas que quedan cuando un castillo
es asaltado 
sin piedad,
un poema cansado en forma de papel arrugado
en la papelera de una oficina gris.

Tú eras un paseo por el campo en un día de Marzo,
el olor a caricia sobre hierba recién cortada,
el abrazo de bienvenida en la terminal vacía de un aeropuerto,
la hora del recreo,
la tarde del viernes,
la vuelta a casa después del trabajo,
un sábado por la noche,
el polvo de reconciliación de todas esas discusiones
que en el fondo solo son excusas para encontrar 
nuevas formas de quererse,
esas eran nuestras credenciales mucho antes
de presentarnos.

Entonces un día de Otoño
sin cartas y sin manga cautelosa
te acercaste a mí con esa ternura
que solo tienen las personas que saben amar,
me lamiste la tristeza
y nevaste sobre mi espalda tiroteada,
llenaste mi almohada de buenas noches
y mejores sueños al descansar tu cabeza sobre ella,
empecé a acompasar mi respiración a tus latidos
y la música empezó a tener sentido.

Un tiempo después,
una mañana de esas en las que el Polo Norte
se concentra en toda la ciudad,
te observé descansar agotada y en paz
sobre mi cama
mientras escuchaba llover a través de la ventana.
Y de repente, perdí el frío.
y mirarte fue el deshielo, 
te contemplé y vi como se reconstruía 
la primavera en mi vida,
las cuatro paredes de mi habitación
se abarrotaron de esas margaritas que solo saben
decir que sí.

Me miraste y te pregunté ¿qué has visto en mí?
-Una flor
en medio de un campo en ruinas- .
Contestaste tú.

Elvira Sastre

La paz en tu mirada


Vientos de otoño ondulaban sus mechones libres, una Lamia semidesnuda que mostraba únicamente lo que los demás deseaban ver. Ella buscaba entre los rostros desfigurados, las sonrisas serias, las burlas zafias... los años habían transcurrido en su búsqueda, y ya sus ojos enrojecidos hacían su trabajo por la inercia de su dueña. Pero jamás dejaría de buscarlo. Sólo conocía sus ojos. Pero no sabría decir si eran del color del mar levantado o del horizonte crepuscular. Quizá eran verdes, con sombras de dunas marrones, grises amapolas, negros cometas...

Se dormía consumida por un frenesí noctámbulo. Y en sus sueños aparecían los ojos que un día se cruzase. Deseaba ser una Ondina para acabar poco a poco con los posibles pares de ojos. Reducir el círculo. Volver finalmente al lecho marino con ellos. Observalos. Amarlos. Encontrar la paz.

El miedo


Sobre la cama una sombra grisácea se movía inquieta. Cualquier ruido la desperezaba. Tras una ojeada rápida, volvía a la inmóvil postura: cruzaba sus brazos, la cabeza ladeada sobre uno de ellos, y se sumía de nuevo en sus nerviosos pensamientos. Constantemente, como en una espiral sin fin, volvía a levantar la cabeza, clavaba sus ojos pequeños en la penumbra de la habitación. No pasa nada, pensaba, todo está bien.

Unas gotas de lluvia o el ronroneo incesante que entraba por la ventana la hacía asustarse hasta el punto de temblar. Si fuera un animal, erizaría el pelo de su lomo en señal de alerta. Lo único que podía hacer era buscar en el silencio de la noche el trozo de música macabra que retumbaba allende su refugio.

"A veces el miedo no nos deja hablar", leía en su libro de autoayuda de cabecera. Constantemente recurría a malas artes, magia negra, para poder encontrar a Morfeo. Tres pastillas azules y otra roja y blanca, un vaso de agua, y ejercicios rutinarios de relajación. El miedo...

Muchos terapeutas (psicólogos, osteópatas, acupunturistas) le dijeron que aquello era fruto de su imaginación, debido quizá a un trauma del pasado. Sin embargo, las costosas sesiones no solucionaban nada. La música seguía sonando.

Volar sin alas


Otro despertar. Otra mentira más. Se había hartado de fingir lo que no quería ser, y la angustia le volvía. "Tengo que aprender a volar, el hecho de que sea príncipe no me exime de mis deberes como pájaro".

Como cada amanecer, apenas aparecían los primeros rayos de Sol, abría el ojo izquierdo mientras que con su pico se iba acicalando. Sus plumas doradas resplandecían y atraían las miradas de aquellos humanos madrugadores que andaban con paso lento. Más de una vez tuvo que luchar con una urraca que le quería arrancar una de sus plumas.

Luego avanzó por la rama dando saltitos, hasta que el vacío se situó delante de él. "No tengo ninguna excusa. Saltaré". Y moviendo sus alas, cogió impulso hacia detrás.

"¡Nuestro príncipe no sabe volar!". El pajarito volvió su cabeza en dirección a las voces, y vio a tres pájaros que se burlaban de su miedo. Triste, el príncipe hundió la cabeza en su pecho. Pero un ruido ensordecedor hizo que volviese a mirar en dirección a los tres pájaros. Poco quedaba ya de ellos. Un autobús se los llevó por delante. "He perdido la cuenta de los que se han ido de esta forma". El pájaro volvió a su rama.
 
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