La polilla no tiene la belleza de la mariposa.
Sin embargo, la vida le ha hecho más fuerte.

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Yo estaba loca por él. Pero loca, loca. Vaya, que no tenía nada más en la cabeza que su rostro, su cuerpo y su voz. Sólo lo había escuchado un par de veces, pero oye, a mí eso no me importaba. Ya me encargaba yo de ponerle voz a aquellos labios, incluso a imaginarme las conversaciones que tendríamos, cada noche, abrazados frente a la chimenea de nuestra idílica cabaña antes de que me arrancara la ropa a mordiscos y... Ya, lo siento, continúo. Era todo tan perfecto que, cuando lo veía aparecer por la esquina, las piernas me empezaban a temblar y todo el argumento que tenía para declararle mis sentimientos se me venía abajo, se me olvidaba o me parecía infantil y bastante ñoño. Cuando eso pasaba, me subía la solapa del abrigo, me colocaba las maxigafas y me iba tras él, siempre varios metros por detrás.

En esas estaba un día que soplaba el viento más de lo normal: con el pelo metido en la boca, la cara arrebolada y los ojos llorándome del frío. No te voy a engañar, sí, es cierto: le estaba mirando el culo. Pero es que él tenía un culo que no tienen todos los hombres, así, muy respingón y bien puesto. Un culo de esos que te dan ganas de comerte a bocaditos y apretarlo mientras te empotra contra la pared... Bueno, que me voy del tema. La cuestión es que no iba muy pendiente a lo que sucedía a mi alrededor porque estaba concentrada en el espectáculo que tenía delante. Pero entonces me fijé en que no era yo sola la que andaba mirando aquel monumento andante. Primero pensé que estaba loca por sentir celos de un niño, ¡qué tontería! Lo lógico es que el niño, dada su altura, no le estuviera mirando el culo, sino intentando avanzar hacia su destino sin chocarse con las farolas ni con los demás transeúntes. Así que seguí mi paseo rutinario hasta llegar a su oficina. Por aquel tiempo, al igual que ahora, estaba en paro y mi mayor distracción -y no me mires así, que me harté de echar currículos y de ir a hacer cola a la oficina del INEM-, era seguirlo. Pensaba que así comenzaba de una forma redonda el día: lo veía, me alegraba la vista y hacía ejercicio. En fin, que llegamos a su oficina y él traspasó la puerta acristalada. Yo me había quedado detrás de unos árboles, con cara de boba, al comprobar que el pequeño detective también había parado su paseo delante del edificio. Me entró la curiosidad y decidí seguir al chiquitín de la cabeza rubia. Pero no me duró mucho tiempo la aventura, porque se paró un autobús de escolares que dejaba a los chicos en el instituto colindante y, entre gritos, carreras y mochilas, cuando me quise dar cuenta había perdido a mi amiguito.

Dos días más tarde, me enfundé el chubasquero, las gafas oscuras y mis mejores ánimos y decidí confesar mi amor al chico de mis sueños. Lo esperé en la esquina debajo de los soportales y, cuando apareció, dejé correr los veinte segundos de rigor. Y entonces surgió de la nada, envuelto en un abrigo de plumas blancas de lo más setentero: no puedo decir que fuera un niño, quizás un señor enano con la cara más bonita que haya visto nunca. Avanzaba a pasitos saltarines y cuando llegó a mi altura, me sonrió. "Vamos, hoy caminaremos juntos". Intuí que su intención era agarrarme de la mano pero no llegaba, así que cogió el paraguas que yo llevaba cerrado y, de esta forma, quedamos irremediablemente unidos. No me preguntes por qué, pero cada vez que sus rizos se movían como si estuvieran bailando sobre su cabeza al levantarla para mirarme, crecía en mi interior una fuerza desconocida, como si aquel pequeño ser de vestimenta estrambótica me transmitiera poderes a través del paraguas. Los quince minutos que separaban mi esquina de su oficina no se me hicieron eternos, a pesar de que comenzó a caer una fina lluvia sobre nosotros. Vamos, que no veía que aquella caminata fuera una tontería más. Había pasado meses siguiéndole y la ilusión iba a menos, porque no me sentía capaz de hablarle ni para pedirle la hora. Apenas quedaban cien metros cuando el pequeño plumífero soltó mi paraguas. "Sécate la cara, linda, que la lluvia va a fastidiarte el maquillaje". Saqué del bolso un pañuelo mientras él se quitaba de la espalda una pequeña mochila en la que yo antes no había reparado. "Y sonríe, que cuando sonríes estás preciosa". Y entonces -y esto es lo raro- abrió la mochila y comenzó a sacar una flecha. ¡Sí, no pongas esa cara! Aún no entiendo cómo pudo meter una flecha tan larga en esa minimochilita que llevaba, que parecía las que llevan los niños de guardería o las madres que tienen bebés. Muy chica, como de juguete. Pues va el tío y saca una flecha. Y yo con cara de pasmada. Y me dice: "¿lo quieres o no lo quieres?" Por mi cabeza pasaron muchas cosas: que el loco éste iba a matarlo, que dónde carajo estaba la cámara oculta, que como fuera obra de mi hermana la iba a matar... Pero nada de eso dije. Sólo asentí.

Sé que no tiene ni pies ni cabeza, pero tú me conoces bien y sabes que soy la persona más tímida que te puedas echar a la cara. Jamás me hubiera atrevido a decirle nada. Yo no creo en los milagros, pero hija, se ve que este año le he caído bien a Cupido.

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