La polilla no tiene la belleza de la mariposa.
Sin embargo, la vida le ha hecho más fuerte.

Enseñar



«La religión es el opio del pueblo», pensaba mientras veía a aquellos barrigudos disfrutar de sus puros habanos. Los adolescentes no prestaban atención a lo que se decía en el vídeo: a ellos no les importaba el año en que se conformó la cofradía. Ella no les culpaba, ya que el vídeo era soporífero, pero le molestaba que todos estuvieran tecleando con estruendo de elefantes sus móviles de última generación. «El respeto no debe perderse», pensaba mientras chistaba en dirección a las dos rubias de la última fila. Aquellos alumnos habían crecido demasiado desde que los conociera el primer curso, algunos incluso le sacaban una cabeza.

Algunas actividades extraescolares la volvían loca, completamente desquiciada. Los niños ya de por sí pasotas, andaban revolucionados por la llegada de la primavera. Ella también estaba un poco nerviosa. A la vuelta, sentada al lado del pobre Alejandro, contaba los días que quedaban hasta el viernes. ¡Aún era martes! El sol pegaba de lleno en el cristal tintado del autobús, pero cualquiera se quitaba la chaqueta, «¡con lo salidos que van estos críos!». Se le cerraban los ojos...

¡Frenazo! ¡Pitidos! El atasco diario en el mismo maldito punto. Odiaba salir de excursión. Ella, que de pequeña había querido ser bailarina, luego siguió su verdadera vocación. «Tú vales para eso», le dijo una de sus mejores amigas. Sí, tenía razón, ella vivía cada uno de los temas que daba, no importaba si era sintaxis, Literatura o Gramática. Les ponía corazón. Lo importante era enseñar. Pero qué difícil era enseñar a ser personas en este mundo tan egoísta.

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