La polilla no tiene la belleza de la mariposa.
Sin embargo, la vida le ha hecho más fuerte.

El hombre


El hombre que cada mañana se afeita la barba, sin espejo, apenas mojando la brocha en la espuma. Las manos pasando a ras del rostro, buscando el pelo que volverá a salir más fuerte a medida que las horas pasan. Levanta el mentón y se coloca el cuello de la camisa. Abrocha los botones de abajo arriba. A la altura de la pechera, observa la forma de la mancha de aceite, que no se ha ido, aunque frotó con ganas. Mete la corbata, hecha un ovillo, en uno de los bolsillos del pantalón. Viste el traje de las fiestas y los entierros.

El camino de arena que conduce al pueblo está plagado de olivos. Hace años que no dan fruto. El hombre los conserva porque dan sombra. Al resto de vecinos, sólo consiguen sacarle muecas de tristeza.

En la plaza, se reúne con otros. Todos visten parecido: el mediodía se tiñe de negro. Las plañideras se colocan sus velos y las lágrimas desbordan las pupilas. Si no fuera por el fingir de éstas, nadie lloraría al finado. Nadie llora a los desconocidos, pero un cadáver, aunque sea uno encontrado en la cuneta, debe ser despedido católicamente.

El cura tiene prisa y las mujeres cuchichean en los primeros bancos. Los jóvenes hacen planes: bailarán agarrados a la caída de la tarde. Los viejos más solemnes carraspean, queriendo poner un poco de orden. La cordura, piensan, se perdió el día que entre todos mataron al desconocido.

En la caja de madera, el rostro lleno de moratones de un inocente quedará lampiño para el resto de sus días.

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