The owl

No solían verse demasiado y, cuando lo hacían, se comían a besos. Los dos sabían que la sombra de la urgencia volaba sobre ellos, rozándolos con la punta de sus plumas. "Eres un maldito búho, siempre pendiente", le decía ella. "No quiero perderme cada uno de tus gestos". Escondidos en aquel rincón del bosque que habían bautizado como "El escondite de los cuervos", se amaban hasta que la noche caía y cada uno tenía que volver a su agujero. Ella le besaba sus cuatro puntos cardinales, despacio, saboreando su piel, recorriendo con el ápice de su lengua sus colinas y sus huesos. Él le dibujaba corazones rotos en la espalda, siempre con un trozo menos.

En el destello del orgasmo, él la miraba y se congratulaba de que aún estuviera viva, pues sabía que cada minuto era un minuto menos. Siempre en su contra, devoraban los instantes, mascullaban los "te quieros" y se tragaban el orgullo.

Un martes, él la esperó hasta que el cielo se volvió añil. Cuando dieron las siete, supo que no volvería a verla. Y rememoró cada uno de sus gestos, sus gritos, sus miradas tímidas de placer, mientras que sus sollozos se mezclaban con el ulular de un búho.