Sobre la cama una sombra grisácea se movía inquieta. Cualquier ruido la desperezaba. Tras una ojeada rápida, volvía a la inmóvil postura: cruzaba sus brazos, la cabeza ladeada sobre uno de ellos, y se sumía de nuevo en sus nerviosos pensamientos. Constantemente, como en una espiral sin fin, volvía a levantar la cabeza, clavaba sus ojos pequeños en la penumbra de la habitación. No pasa nada, pensaba, todo está bien.
Unas gotas de lluvia o el ronroneo incesante que entraba por la ventana la hacía asustarse hasta el punto de temblar. Si fuera un animal, erizaría el pelo de su lomo en señal de alerta. Lo único que podía hacer era buscar en el silencio de la noche el trozo de música macabra que retumbaba allende su refugio.
"A veces el miedo no nos deja hablar", leía en su libro de autoayuda de cabecera. Constantemente recurría a malas artes, magia negra, para poder encontrar a Morfeo. Tres pastillas azules y otra roja y blanca, un vaso de agua, y ejercicios rutinarios de relajación. El miedo...
Muchos terapeutas (psicólogos, osteópatas, acupunturistas) le dijeron que aquello era fruto de su imaginación, debido quizá a un trauma del pasado. Sin embargo, las costosas sesiones no solucionaban nada. La música seguía sonando.
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