La descubrí sonriendo sin yo contarle un chiste, queriendo disimular la curvatura de sus labios, entonces observé sus ojos refulgiendo. Hacía meses que éstos no lucían alegres, como si yo le hubiera transmitido todo el peso de la rutina. Fingía, supongo, reír con mis tonterías. Pero cuando creía que yo no la miraba, volvía a parecer una muñeca de porcelana con aire melancólico.
Y, de repente, la volví a conocer. Fue poco antes de darme cuenta de que la había perdido. Volvió a ser la chiquilla distraída del principio, aquella que me enamoró con sus faldas de vuelo y sus leotardos de fantasía. El manto oscuro que le había traspasado, sin darme cuenta y sin yo quererlo, desapareció un mes antes de decirme adiós. No me opuse a su partida, pues sabía que la había oprimido tanto que ella, conmigo, había dejado de ser ella para convertirse en mí. Nunca supe si se había vuelto a enamorar. Lo intuí porque esa mirada sólo la había visto antes, al principio, cuando ella me miraba.
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