La polilla no tiene la belleza de la mariposa.
Sin embargo, la vida le ha hecho más fuerte.

El sabio que nada sabía


Garabatos casi ilegibles en su cuaderno de hojas cuadriculadas. La letra, como él, volcada siempre hacia un lado. El sabio que nada sabía seguía apuntando. Inventaba teorías acerca de historias que había oído de niño; sin entenderlas se fueron clavando en su subconsciente hasta hacerse fuertes, girar, cambiar y unirse con argumentos y voces de otros cuentos. Nada conocía porque nada quería conocer: "nada es más valioso que mis teorías", decía mostrando con su dedo anguloso una palabra escrita en rojo y subrayada en un color fosforescente que hacía entrecerrar los ojos a aquel que le escuchaba.

El sabio que nada sabía era un necio. Su ego inteligente fue creciendo a medida que los voceros coreaban una y otra vez "eres la persona más lista que conocemos, instrúyenos". Pero lejos de la selva de datos que crecía en su cabeza nada conocía: bien podía rellenar hojas y hojas de su libreta con esquemas, hipótesis y conjeturas. Pero, cuando alguno de los campesinos iba a solicitar su ayuda para traer a un niño al mundo o para conquistar a una bella joven de su aldea, nada podía hacer. Se encogía de hombros y revisaba, atento, las líneas de tinta. Tras una lectura minuciosa, exponía todas las corrientes filosóficas que hablaban sobre el nacimiento y sus consecuencias morales para los seres humanos, pero jamás encontraba cómo agarrar al no nato (aún) para no romper sus frágiles huesos. Tampoco hablaban Platón, Stenberg o Freud de la dificultad de enamorar a una chica humilde que no entendía de versos.

Cuando empezaron a ignorar sus palabras, el sabio que nada sabía se volvió recalcitrante, más introspectivo y huraño. Paseaba por los pasillos de su morada con las manos cada vez más flacas y purpúreas. El no sabio estaba perdiendo el color humano a medida que se iban inyectando sus oscuras tesis en sus venas. Destilaba tinta y su tintero era el mejor de los manjares.

Lo encontraron enajenado preguntándose a dos voces por qué ya no le querían, si su mente había alcanzado la plenitud del poder psíquico. Encontró la muerte en el regazo de su vieja aya, que no sabía leer, pero le reconfortó el alma con canciones de amor.

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