Sin su escudo, eran sólo dos animales indefensos: blandos, volátiles, temerosos. Sólo dos posibles víctimas de la maldad.
Ella, que hasta entonces jamás dejó su protección atrás, salió lentamente curioseando la vida sin nada a cuestas.
Él ya sabía lo que era eso. De hecho, aquella salida era un mero trámite, un cambio, un retorno. Pero siempre volvía a su concha.
Un día se encontraron, desnudos, desprovistos de máscaras, en la verde vegetación selvática.
Y se unieron los colores, las viscosidades, las texturas.
Y el caracol y la tortuga decidieron dejar atrás el miedo.
Dicen que los sueños reflejan nuestros miedos, inseguridades, deseos. Quizá va siendo hora de despojarse de todas esas capas de cebolla que nombra L. Etxebarría.
Pero jamás he visto una tortuga sin su caparazón.
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