Allá se va: caminando lentamente con su saquito lleno hasta los bordes. Sólo dejó unas palabras de ánimo ahora que ya nunca volverá. "Quizá sin mí te vaya mejor". Pero eran palabras aprendidas de su clase de guión creativo. Las leí un día en que él volvió tarde y no me felicitó por mi cumpleaños. Y por eso no le creí.
Se lo pensó a conciencia antes de empezar a llenar su hatillo: tenía que seleccionar. Yo le pedía a gritos que no se fuera, o que al menos dejara un par de cosas que eran más mías que suyas. Desde el centro de la habitación, miró alrededor: paredes y muebles cada vez más vacíos, llenos de copos de polvo y pelusas de algodón. Pero no tuvo piedad y empezó a recolectar todos aquellos tesoros que poblaban mi vida. "Llévate el cuadro de Matisse", le dije casi en un susurro. "Pero no te los lleves". De la vitrina de roble fue recogiendo momenos que ya ni recordaba. Detrás del armario encontró dos besos adolescentes y furtivos. En el cajón de los calcetines tenía escondidas unas palabras que oí cuando niña.
Y de pronto, bajo las mantas y toallas, los vio. Estaban abrazaditos y temblando, y no se querían ir. No eran suyos. No les pertenecía. Y grité. Grité tanto que la garganta se quebró y las lágrimas resbalaron por las mejillas. Pero él ya había cogido sus manos arrugadas y sus diminutas patas peludas, y sin decir adiós se marcharon.