La polilla no tiene la belleza de la mariposa.
Sin embargo, la vida le ha hecho más fuerte.

Multicuento solitario



Estrella contaba las primaveras sin él: demasiados cambios de estaciones se sucedieron desde que tallaron sus iniciales en el arce del amor. Árbol que fue testigo mudo de su promesa, y luego vio caer sus hojas rosáceas mientras la chica lloraba sentada en su base. No le contó jamás a nadie aquella historia en la que dos jóvenes se enamoraron mientras alimentaban a las palomas y los niños correteaban sin cesar entre setos, eucaliptos arco iris y bonsáis. Abril, sin embargo, volvió a florecer, y el color arreboló las mejillas de Estrella. Era una ilusión desconocida, pero sentía que, después de mucho tiempo, le apetecía sonreír. «Hace un día genial para pasear por la playa, hoy que sus aguas están en calma como mi corazón», pensó. Mar verdoso en el que luego se bañó, sintiendo las gotas punzantes de espuma y sal. Rocío que multiplicaba como un caleidoscopio las pecas de su espalda.

Te quiero a las 10 de la mañana



Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?

Jaime Sabines (México, 1926-1999)

Tú ves mi alma



No hace falta que abra la boca:
por la expresión de mi cara ya sabes cómo me siento.
Si mi voz serpentea,
tú cambias el tono de la tuya y me reconfortas.
Si parece que las lágrimas van a derramarse,
me coges y me transportas a tiempos mejores.
A noches de bares y copas,
a clases de risas disimuladas.
Y aunque no nos veamos tanto como me gustaría,
sé que siempre estarás ahí.
Violeta en tonos morados oscuros.

Carolina

Llegó a casa y la encuentro desnuda, apenas se distinguen sus contornos en la neblina del agua evaporada. Frota sus delgados brazos con ahínco, como si quiera arrancarse la piel a tiras, como si no pudiera soportar más esa carga que se le adquiere como un papel de cebolla que la marca y la hace distinta. Ella no nota mi presencia, ya que mis pasos han sido lentos y silenciosos, así que continúa agarrada a la pared mientras que hace equilibrismos y se limpia: se enjabona, el agua le chorrea por esos pechos yermos que en las noches me acunan y me dan calor. Sus piernas de alambre tiemblan como las ramas enjutas de los sauces en otoño, coronadas por la mata pelirroja de su sexo.

Cierra el grifo después de suspirar, y con las manos arrugadas, coge la toalla que había en el lavabo. En ocasiones se lía en ella y se deja secar, ensimismada, por la brisa caliente que entra por el ventanuco del baño. A veces, también, deja la ventana abierta y las miradas de los transeúntes se posan en su cuerpo. Y ella disfruta. Le gusta sentirse observada. Sentir las miradas lascivas de los hombres de corbata que desaceleran su paso para contemplar sus huesos.



Me escondo mientras ella, descalza, se recuesta en el sillón. Enciende la estufa y las barras anaranjadas ofrecen destellos que parecen sacados del mismo infierno. Se coloca por los hombros una de mis camisas y tararea algún estribillo que desconozco. Hoy está feliz. Me acerco y le acaricio la nuca. Dibujo con mis dedos un corazón. Ella jamás se da cuenta. Al menos, no me lo dice. Igual ignora los mensajes ocultos de mis manos.

El resto de la tarde, lo pasamos entre el salón y el dormitorio. Entre el sillón y la cama. Carolina jamás dice que no. Yo tengo le certeza de que sólo pretende llenar el vacío que hay entre su corazón y su piel. Entre el ayer y el nunca.

De invierno




En invernales horas, mirad a Carolina. 
Medio apelotonada, descansa en el sillón, 
envuelta con su abrigo de marta cibelina 
y no lejos del fuego que brilla en el salón. 

El fino angora blanco junto a ella se reclina, 
rozando con su hocico la falda de Aleçón, 
no lejos de las jarras de porcelana china 
que medio oculta un biombo de seda del Japón. 

Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño: 
entro, sin hacer ruido: dejo mi abrigo gris; 
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño 

como una rosa roja que fuera flor de lis. 
Abre los ojos; mírame con su mirar risueño, 
y en tanto cae la nieve del cielo de París.

Rubén Darío

Pétalos


Y le regaló una flor sin pétalos,
para que nunca supiera si le quería o no.

Enamorarse


Enamorarse es cuestión de corazón.
 
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